Lo que llamamos “normalidad” se modificó de tajo. Hubo que implementar otros métodos para garantizar la continuidad de la formación, con fallas y limitaciones que se han ido corrigiendo, pero también con importantes logros y aciertos.
A su ritmo, todos los países normalmente trabajan para adaptar sus procesos educativos acordes a sus recursos, a sus necesidades y a las tendencias mundiales, diagnosticando sus falencias, ampliando coberturas, ajustando su normatividad y promoviendo sus sistemas de calidad en todos los niveles de formación. Sin embargo, el confinamiento a raíz del COVID-19 en el mundo los obligó a la actualización de sus políticas públicas y sus planes de desarrollo. Igualmente, forzó a un intempestivo cambio en sus instituciones educativas en los procesos académicos, en la relación dialógica estudiante-profesor y en las formas de aprendizaje de los alumnos, conforme con la nueva realidad.
Entre los grandes cambios sufridos por la educación en su historia -de la mano de la transformación de la sociedad-, la reconversión obligada por efectos de la pandemia se constituyó en uno de los más retadores y trascendentales.
Lo que llamamos “normalidad” se modificó de tajo. Hubo que implementar otros métodos para garantizar la continuidad de la formación, con fallas y limitaciones que se han ido corrigiendo, pero también con importantes logros y aciertos.
En términos generales, las instituciones han encontrado e implementado nuevas vías para la interacción de la comunidad educativa a través de la virtualidad, con una amplia gama de oportunidades de formación, con métodos innovadores para el aprendizaje, fortaleciendo las competencias y habilidades de los profesores y brindándoles a los estudiantes posibilidades para la adaptación a los entornos digitales y a la telepresencia.
Pero la transformación va más allá de los mecanismos empleados para educar llevándonos a la perentoriedad de la resignificación completa de la formación y el aprendizaje, y a la reflexión sobre cómo pueden estos coadyuvar en la atención de los requerimientos de la sociedad en problemáticas estructurales como la inequidad, la desigualdad, la corrupción y la injusticia, entre otras, muy visibilizadas y agravadas durante la pandemia.
Al respecto, en un análisis del Tecnológico de Monterrey sobre el diálogo abierto por la Unesco, “Los futuros de la educación”, cuyo horizonte es 2050, se explica que sus estudiantes reflexionaron sobre la tecnología como “esperanzadora ante la salud y la educación”, pero que, sin embargo, “reflejaron una clara conciencia de que su mal manejo seguirá abriendo las brechas para favorecer a los sectores privilegiados fomentando la marginación, la desigualdad, la desinformación y la pereza mental”.
En una reunión reciente de los países del E-9, la subsecretaria general de la ONU, Amina J. Mohammed, planteó que “al mirar hacia el futuro, está claro que no hay vuelta atrás a la educación que teníamos antes de la emergencia (…) Si queremos hacer realidad la ambición del ODS 4, entonces debemos continuar con los esfuerzos de recuperación de la pandemia que transformen la educación”. Además, la alta funcionaria resaltó la profunda desigualdad que ya existía en la educación antes de la pandemia.
La futurista educación mediada por las TIC dejó de ser lejana para convertirse en una realidad inmediata que nos sorprendió por su implementación abrupta, que nos obligó a reinventarnos y amoldarnos a los nuevos escenarios. Pensar que la “normalidad” es la que vivimos ahora nos permitirá, cuando sea superada esta emergencia, articular las herramientas tradicionales con las adquiridas durante la crisis para robustecer la formación educativa y conectarla con los turbulentos y cambiantes contextos sociales en que vivimos. El futuro es ya.